jueves, 25 de agosto de 2011

EL PLANETA DE LOS SIMIOS

NO
Después de más de ocho años de  tranquila vida hogareña, de cuidados, de ser tratado de igual a igual, lo primero que se le ocurre decir a César, el personaje central  de El Planeta de los simios, es no. Y con esa negativa funda todas las demás. Ni la esclavitud ni la vuelta a casa: el ancestro de los amigos de Charlton Heston ya sabe  lo que quiere. De la monumental vista de San Francisco, desde las alturas de los árboles, a la aterradora escena de la estatua de la libertad enterrada, hay un largo camino donde una especie reformula su historia y su futuro y se convierte en otra cosa. Nada muy alentador, la mirada de César ýa nos tendría que haber alertado. La libertad a manera de Sartre encuentra aquí su principal escollo: los esclavos, demasiado humanos, se convierten en esclavizadores y la historia vuelve a empezar sin grandes variantes. Y ninguna distopía: con la civilización de los hombres alcanzaba y sobraba.

viernes, 19 de agosto de 2011

LA MARCHA DE LAS PUTAS

Sólo las mujeres podemos conocer el alcance real de lo que estamos hablando. Y esto, lejos de sembrar dudas acerca de la capacidad intelectual de los hombres, representa más bien esa amplia brecha donde se abisma la diferencia de los sexos, con lo atractivo pero también peligroso que representa. Como ya es costumbre, las verdades universales que buscan imponer los medios de comunicación, ese afán de cultura homogénea y aplicable como receta todo terreno sobre cualquier superficie, se distancian de manera, a veces insalvable, de la realidad de ciertos territorios. El tema de la mujer, y sus formas de interactuar en el mundo, es un caso ejemplar. La publicidad, el cine, la televisión, las notas de actualidad, suelen mostrarla dueña de sus actos, independiente, arrolladora, hedonista, un poco caprichosa, liberada de viejos tabúes, en fin, la antítesis de las generaciones pasadas. Suelen olvidar, sin embargo, que para que esos nuevos estereotipos realmente funcionen hay que barrer con siglos de historia. Y no solamente siglos de historia contada por hombres sino también por mujeres. La mirada reprobadora, el gesto descalificador y la sospecha de oscuras intenciones cuando una mujer hace lo que le gusta, se desarrolla con cierta liberalidad, no pide permisos ni espera aprobaciones y, sobre todo, sin un hombre atrás que la respalde y la legitime, no son conductas exclusivamente masculinas. El antiguo mandato del hogar y los niños como único horizonte femenino –o, lo que es lo mismo, la pronta exclusión de la mujer del campo de los deseos-, fue abolido de golpe en muchos aspectos, haciendo que coexistan estas nuevas formas con las viejas generaciones que se educaron bajo aquél precepto (y, sobre todo, se censuraron e incapacitaron en sus cuestiones vitales) y que ahora actúan tanto de observadoras y como de protagonistas conflictuadas frente a esta diferencia.

La violencia ejercida en la vida cotidiana sobre la mujer, muchas veces, es tan imperceptible que su misma denuncia equivale a que ella se ubique en el lugar del que precisamente está tratando de salir. No solemos aceptar de buen agrado que todavía nos consideren un objeto sujeto a la aprobación de una hipotética platea masculina. Hacemos como si el dato ancestral del machismo no existiera. Actuamos en el mundo como si ese mundo hubiera cambiado radicalmente (queremos creer que ya no es el aterrador de nuestras madres y abuelas), y de golpe, sobreviene el golpe, físico, verbal, gestual o en cualquiera de las formas que nosotras conocemos muy bien y que muchas veces ni siquiera alcanzan a configurarse, a volverse denunciables. Esa censura que encuentra su eficacia precisamente en su intangibilidad. De pronto, caemos en la conclusión de que toda esa industria de la cosmética que promete paraísos artificiales, de la moda, de las tecnologías rejuvenecedoras, el mundo de los estudios, de los viajes y de las posibilidades laborales, son leídos por esos otros, que creíamos desterrados, como estrategias dirigidas a ellos, para nosotras pero con ellos como últimos destinatarios. Y cuando la encomienda no llega a destino, sobreviene la violencia, la sospecha de traición, la necesidad de impartir castigo por la desobediencia a un pacto firmado unilateralmente. Desde la trata de blancas, los abusos, las violaciones, la violencia doméstica hasta la mujer que es mirada con desconfianza solo porque está sola, todo constituye ese universo todavía sólidamente asentado e indestructible. La tecnología, entonces, se confabula de nuevo para salvar las diferencias, para reparar desajustes, para, por lo menos en este caso, dejar en ridículo la pervivencia de un mundo callado y anacrónico que todavía presiona y que quiere seguir legislando sobre los cuerpos y sobre las mentes. De hombres y mujeres.