Más allá del destino individual, los hijos permiten a los padres
morirse tranquilos. En principio, porque con ellos hicieron lo único importante
para la especie: preservarla. Los niños
de Mamut, el film de Lukas Moodysson,
dan testimonio de esta urgencia temporal redimensionando el universo de
propios y extraños en una continuidad indiferente a las formas aparentemente
desconectadas. La cámara, ubicada con frecuencia en el margen y esquiva a los
planos abiertos, devela que el objetivo principal no es la cuestión social o
humana de los personajes, y sus obvias situaciones especulares, sino la
integración de los fragmentos en esa totalidad ausente. Tal vez, como los mismos mamuts, nuestros
huesos desenterrados sirvan en el futuro para fabricar bolígrafos; tal vez nos
extingamos porque olvidamos que el sentido del presente también se escribe en
el futuro. Sin continuidad, o lo que es lo mismo, sin posibilidades de
transmitir el legado, lo único que queda,
aquí, en Nueva York, en Bangkok o en una remota aldea filipina, es la
desesperante trivialidad camuflada de artificios civilizatorios. Gloria,
la niñera filipina, y Ellen, la prestigiosa cirujana neoyorquina (y de alguna
manera también la prostituta tailandesa), toman consciencia de ello a través de
la catástrofe: los cuerpos violentados de
los niños reubican las cosas en su lugar. Por lo menos, provisoriamente.