martes, 20 de agosto de 2013

LENGUAJE, COMUNICACIÓN Y CIUDAD

Cómo hablar de ciertas cosas
La Modernidad va a implicar comunicación, circulación de información no solo dentro del espacio propiamente metropolitano sino fuera de él. El problema, que se hace mucho más evidente en la actualidad con las nuevas tecnologías, es quiénes producirán esa información, qué canales utilizará para su circulación y, sobre todo, quienes accederán a ella. Es decir, quiénes, nuevamente, poseerán estos espacios urbanos, con qué entrará en vecindad y cuáles serán las zonas valoradas y qué tipo de valoraciones impondrá. La ciudad misma se vuelve una información a circular y a conquistar. Ella es código, contraseña y pertenencia. A la conquista de la ciudad se abocan tanto escritores como personajes de fines del siglo XIX y primeras décadas del XX. Las poéticas se transforman así en espacios de exploración, experimentación y sobre todo de experienciación del espacio urbano. Cuando Borges funda las orillas como espacio de literatura y Arlt el centro maldito, están pensando espacialmente, no es un mero referirse a unas y otro sino un modo de construcción y de lectura que extraerán de aquéllos sus líneas de acción. 
Pensar la ciudad espacialmente es articular las tres dimensiones en el texto, sea éste literario, académico o ensayístico. Es involucrarla en su devenir y en sus fluctuaciones. Es comprender sus estructuras, sus articulaciones, sus zonas de vecindad, simbólicas y materiales, sus tensiones, sus materialidades y también sus silencios. Su topografía así como su arquitectura; su imagen así como sus formas de construcción y su historia. No es hablar de ella sino en ella. La mayoría de los análisis actuales de ciudad, referidos o no a la literatura, adolece de esta tercera dimensión. Se pretenden espaciales cuando en realidad son planos; mientras por un lado quieren capturar esa profundidad a través de la descripción, del inventario de datos, de relaciones entre textos y disciplinas o de panorámicas retóricas y abarcadoras que intentan sistematizar (o globalizar) y ordenar el discurso, por el otro la remiten a esas representaciones previamente instaladas e instauradas, donde funciona como escenario sujeto a las inventivas más o menos creativas del autor o como objeto de laboratorio a estudiar y desmenuzar. Las formas de la Academia no contribuyen a este desmantelamiento necesario de las representaciones que clausuran las posibilidades de un decir diferente de la ciudad. El espacio urbano (y sobre todo la comprensión de la dinámica de ese espacio) no es una entidad separada del lenguaje o el pensamiento. Y a la vez, si hay una forma de pensar filosófica, científica o poética, también hay un pensamiento crítico que no escinde esa dinámica espacial urbana de la representación simbólica del texto. Apropiarse de él fue la tarea de los escritores mencionados en este ensayo. Esta apropiación del pensamiento espacial por parte de la literatura conlleva que la ciudad, a la vez, se va conformando literariamente –mecanismo inverso al anterior: el espacio real se piensa con las leyes de la ficción. Hay un préstamo en ambas direcciones, la literatura se urbaniza bajo los nuevos parámetros modernos y la ciudad se ficcionaliza, ahora de una forma diferente, a contrapelo del relato clásico donde funcionaba como escenario, escenografía, y no como tensión viva tan fragmentada como el hombre mismo. Pero este préstamo no ocurre solamente en la realidad de la ficción, en las ciudades literarias que fundan los autores. Encontrar en la ciudad material, la que habitamos nosotros, las formas de la ficción es un camino alternativo para leer la realidad, tanto el pasado como la actualidad, como ya se ha visto en Roberto Arlt. El procedimiento literario es una forma de conocimiento que, a diferencia de las disciplinas científicas, instaura sus propios modos de acción basados precisamente en lo que no dice pero insinúa. Cuando este conocimiento se refiere a la ciudad moderna, encuentra en ella correspondencias en sus mecanismos de construcción. Lo no visible en una ciudad, que en toda metrópolis suele ser la cuestión esencial, se espeja en la lengua literaria en lo que ésta tiene de suspensión. La tecnología que funda y transforma muestra sus resultados pero no visibiliza sus modos primeros de interacción sobre el espacio. La destrucción creadora de la técnica es la fuerza que permanece oculta por lo que cada novedad lanzada al mercado tiene, precisamente, el carácter de predicado, un accidente que la describe o la modifica y no una fuerza que la constituye. Se sienten las transformaciones en el cuerpo, se experimenta el shock frente a los dominios conquistados (alturas, efectividad, rendimiento, velocidad, comunicación, etc.), se perciben las diferencias con el tiempo anterior (la tecnología es una productora constante de tiempos anteriores), se percibe la aceleración del tiempo provocada por esta eterna producción de artefactos y saberes, pero se nos escapa, por lo general, nuestra propia constitución imbricada en este mecanismo. Roberto Arlt, con su escritura, mostró hasta el hartazgo que no sólo no se puede huir de este proceso de transformación integral que constituye la Modernidad sino que somos partes del mismo. Somos pensados por la ciudad y somos creados por ella, somos sus monstruos, su condena y su salvación. Aliados y traidores. Combustible, desechos y productores al mismo tiempo. Por lo que toda valoración resulta inútil. El mal es en su obra la fuerza productora y destructora que, en principio, arrasa con las jerarquías, las tradiciones, la moral y las instituciones pero principalmente con las bases mismas del pensamiento al bloquear toda posibilidad de opuestos. La representación clásica del juicio queda, en manos de Arlt, abolida, como también queda abolido el concepto mismo de representación al transvalorar las formas de conocer y de percibir, sólidamente asentadas en la sociedad donde inserta su obra. No hay afuera posible incluso para hablar de lo otro. Arlt no se refiere a la ciudad moderna, no la describe, no es realista, ni apela al naturalismo, sino que funda su poética con sus propios mecanismos. Piensa espacialmente para luego ficcionalizarla en sus Aguafuertes. O para descubrir que la modernidad, al fin y al cabo, sólo se trata de eso, de producir ficciones que, como sus producciones, deberán circular con visos de verdad antes de ser descartadas. Que esa producción de ficciones-mercancías será la única verdad a la que se podrá acceder. Y si radiografía la ciudad de manera obsesiva, pedestre y pasional, es para ratificarse en ella, como Baudelaire se funda como poeta lírico en París en las multitudes que no aparecen inicialmente pero cuyo rumor se escucha por encima de sus versos. Siempre por encima, siempre entre líneas, siempre, de alguna forma, imposible de capturar en el lenguaje. Como la corriente eléctrica o la intensidad de las ondas sonoras que alteran el espacio sin dejar huellas visibles. O como la carta robada de Poe, que de tan visible se torna invisible para aquellos ojos instalados en la repetición.

La zona negada de una ciudad, esa información que se niega a circular, o circula higienizada y lista para el consumo, o criminalizada y moralizada, u objetivada como un accidente, pero también esos discursos silenciados, esas voces acalladas o esos temas no comprendidos en agenda alguna, centellean en el procedimiento literario que se espacializó para constituirse en poética moderna. Para romper con cánones y lecturas heredadas del pasado, con ciertas formas de ver y de esperar lo que vendrá. La novela moderna produce un estallido al ritmo de la explosión que ocurre en esa metrópolis que se va construyendo. Se nutre de ella y de sus intensidades, de sus sueños y pesadillas, la configura y la reconfigura tantas veces como aquélla funda, actúa, destruye y construye. En ese espacio en suspensión, que la ciudad comparte con la literatura como zona umbral, como orilla, como ocaso, como centro maldito, están para Arlt las posibilidades de autonomía y rebelión. Ese carácter destructivo que ve caminos por todas partes. Incluso cuando a simple vista, sólo parezca un bloque con la consistencia del acero.

sábado, 17 de agosto de 2013

LOS ESPACIOS DE LA LOCURA

Informe Especial Revista Contratiempo
Los espacios de la locura
Donde se ensaña el viento
"La literatura no es inocente
y, como culpable, tenía que acabar al final por confesarlo.
Solamente la acción tiene los derechos.
La literatura, he intentado demostrarlo lentamente,
es la infancia por fin recuperada."
GEORGES BATAILLE, La literatura y el mal

Si Flaubert piensa que despertar con un cuerpo desconocido a nuestro lado es una experiencia imprescindible para comprender la modernidad, su contrapartida no resulta menos perturbadora. Enloquecer de amor, sin embargo, no es habitual en nuestros días; es más un asunto de telenovela de media tarde o de Hollywood cuando adapta a su manera la novelística del siglo XIX. Fundidos uno en el otro, predestinados desde tiempos remotos, hechos de la misma esencia, Catherine y Heathcliff se aman hasta la muerte en Cumbres Borrascosas. Pero si ella traiciona y se casa con otro, para Heathcliff no hay alternativa posible. Mientras el cuerpo desconocido nos instala y nos extraña en el tráfico urbano de los deseos y la transitoriedad, la pasión de Heathcliff reconfigura el cuerpo de Catherine como espacio no negociable. Catherine no es un medio, Catherine es un fin en sí mismo, único lugar donde el personaje maldito de la novela de Emily Bronté puede llegar a ser. Heathcliff no concilia ni acepta tratos; su desesperada y lúcida militancia en las filas del Mal no es más que la búsqueda del instante perdido, esa tierra del nunca jamás de la que fue expulsado al perder a su compañera de la infancia y donde el deseo arrebatado sueña intensidades y no la mera supervivencia. Heathcliff es cruel, impiadoso y vengativo; un fiel transgresor por amor, y hasta la muerte, de todas las leyes establecidas: de allí su terrible atractivo. Y también su peligrosidad.
En la imaginación popular el sombrero de Napoleón sobrevuela con mucha frecuencia sobre ciertos individuos y el término explota en tantos matices que se desactiva y se arrumba inofensivo. Hasta que un acto extremo lo devuelve al interés disciplinar. O al instituto psiquiátrico. Pero el atractivo de la locura está en que deja en suspenso cierto ejercicio de poder que requiere del pensamiento digitado y no de los imprevistos y las salidas de escena. Aquella que salta al vacío sabiendo que abajo no está la red de la razón o que construye su propia red a fuerza de espacios vacíos. La locura peligrosa ataca y desenmascara precisamente los normalizadores del pensamiento que siembran sutiles enrejados y camisas de fuerza sobre sus territorios de acción. Es la lengua que desvaría y excede los límites, es su pérdida en el extranjero o su descenso a la noche de nuestros días; es el peligro que constituye la literatura -la auténtica, no el palabrerío que sofoca nuestros días-. La que desata cataclismos y pestes a la manera de Artaud; la que construye ese espacio intermedio, ese mundo complementario donde las cosas oscilan siempre en la indefinición y la imposibilidad; la que inventa un pueblo que falta o la que erige alturas donde la furia del viento aniquila -aunque sea por un instante- las convenciones grabadas a fuego sobre los cuerpos, para dejar paso a nuevos resplandores. La que sueña amores más poderosos que la muerte o que piensa indistintamente en la pasión, el amor y la muerte como un mismo sueño. Todo eso y a la vez, nada.
La Literatura como una forma de locura en la primera entrega de este nuevo Informe de Contratiempo.

jueves, 8 de agosto de 2013

PENSAMIENTO Y CIUDAD / LAS FORMAS DEL ABISMO

Las formas del abismo
























La ciudad moderna se funda, se organiza y se reproduce sobre la base de la diferencia. A la descontrolada mezcla que ella misma genera y acentúa le opone el orden de la fragmentación y de la cualificación espacial, reforzado por el sentido de pertenencia -éste constituye un poderoso fármaco frente a la angustia metropolitana. Las transformaciones urbanas, a la vez, tienden a definir de qué forma vamos a pertenecer a un determinado espacio, pero también cuándo dejaremos de hacerlo. Durante las primeras décadas del siglo XX la solidaridad organizada en el revulsivo conventillo encontró solución, motivos higiénicos, morales y políticos mediante, en la tipología de vivienda unifamiliar ubicada en los suburbios de la ciudad. El patio como lugar de toma de conciencia de aquellos problemas comunes a una clase que se estaba llevando la peor parte en el proceso de modernización de Buenos Aires fue sustituido por la extrema individualidad del terreno propio y pagadero en eternas cuotas. En la actualidad, el cambio de rumbo de la economía global y de sus formas de producción genera esa masa informe de cuerpos inconexos y desocupados que solamente cuentan consigo mismos para sobrevivir en un sistema que los dejó afuera. La familiaridad del ámbito laboral, los rituales cotidianos y las formas de organización gremial quedan abolidos por la fuerza del cuenta propismo espiritual y material. También la fragilidad de las relaciones humanas, su fugacidad e inestabilidad, el otro entendido o bien como un medio para lograr los fines personales o en el peor de los casos como un enemigo a derrotar, habla de un cambio de valores donde la solidaridad sólo podría encontrarse precisamente entre los que ya no tienen nada que perder. Pero si por un lado la protesta social genera estrategias que van delineando una práctica de ciudad que se enfrenta al proyecto instrumental-especulativo (y con esto, a la vez, genera nuevas formas de pertenencia), por el otro, la extrema soledad, la ausencia del otro y las imposibilidades varias colocan al cuerpo y al espíritu al borde de un abismo que también podría ser un desafío. Esa sensación de eterno aislamiento sin redención alguna puede instaurar también un espacio para la construcción de nuevas formas, de nuevas miradas ajenas a las habitualidades legisladas y canonizadas. No pertenecer puede volverse un privilegio. Después de todo, la labor creativa, el arte verdadero y el pensamiento crítico siempre fueron tareas solitarias, por lo general nacieron de una disconformidad hacia la época que los originó, de un malestar del cuerpo que, enfrentando al abismo y al desierto, emprendió la necesaria tarea de demolición de lo instituido y se convirtió en potencia creadora. 

(Nota Editorial de Revista Contratiempo / Octubre 2005)