martes, 3 de septiembre de 2013

NÓMADAS / PASAJEROS EN TRÁNSITO

Pasajeros en tránsito



El viaje era una costumbre muy arraigada en los círculos artísticos e intelectuales del siglo XIX y principios del XX. Era habitual pasar gran parte de la vida desplazándose de una ciudad a otra, fijar residencias temporarias, absorber nuevas atmósferas. El nomadismo otorgaba como una especie de salvoconducto prestigioso, una ratificación de pertenencia a la alta cultura, una forma de marcar diferencia con la burguesía sedentaria que se dedicaba a acumular y que a lo sumo solo hacía turismo. A veces, estos desplazamientos y cruces se plasmaban en la obra; tal el caso de Henry James, ubicado en la intercepción como muchos de sus personajes entre el pragmatismo norteamericano y la fina sensibilidad europea. Nietzsche, por motivos de salud, iba tras los saludables aires alpinos y los inviernos genoveses, los afectos, los nuevos estudios y seguramente para conjurar la atroz soledad que lo andaba cercando. Las pasiones también motorizaban los desplazamientos, como en Rilke y Benjamín y sus partidas a Moscú por amor. Aunque será en París donde encontrará este último las condiciones para radiografiar los orígenes y los efectos de la nueva era. En otros, como Baudelaire y Poe, el desplazamiento era más que nada dentro de determinados límites geográficos y tenía connotación de huida, a veces de amantes y acreedores como el poeta francés, o de la miseria y de sí mismos en el caso de ambos. Algo similar ocurría con Arlt, que siempre prefirió moverse dentro de Buenos Aires, con algunos pocos viajes al exterior por motivos profesionales. Kafka jamás estuvo en EEUU pero escribió América, y de paso demostró las múltiples acepciones del término viajar. Stendhal, en cambio, viajaba y se enamoraba apasionadamente de la ciudad de destino –especialmente de Milán-, de cualquiera menos de París, padecía una xenofobia a la inversa según Barthes. Para otros, el exilio era obligado, Mann, Gropius y Adorno, entre tantos, con el fascismo pisándole los talones, el mismo que mató a Benjamín en Port Bou, esa ciudad fronteriza a la que había huido demasiado tarde. Rimbaud fue más lejos aún, se olvidó de la literatura, viajó a Oriente y volvió a Francia sólo para morir. Búsquedas místicas y exóticas o eróticas se leen en los viajes de Artaud a México y de Flaubert a Egipto. Era imprescindible también para los hijos de nuestras familias patricias que realizaran el tour cultural europeo, del que volvían con el último grito de la moda en cuestión de literatura, arte, arquitectura, urbanismo y hasta de filosofía, cosa que a veces resultaba complicada puesto que como se demostró rápidamente no habría recetas universales en este mundo, ni siquiera la pretendida modernidad. Todo habitante de la metrópolis, bien posicionado económicamente y de larga estadía ancestral en el país, viajaba al viejo continente para, al fin y al cabo, pertenecer. La ratificación a esta pertenencia estaba paradójicamente en aquel desplazamiento, en la huída temporaria de una aldea que jamás alcanzaría a ponerse al día en cuestiones que marcarán siempre la diferencia entre un centro rector y una periferia expectante. En la actualidad, el viaje se ha convertido en una forma de subsistencia, ya sea material o espiritual: se busca la tierra prometida, un antídoto contra la realidad cada vez más expulsiva del sitio de origen o, paradójicamente otra vez, la pertenencia a un territorio selecto y ajeno a cualquier coordenada geográfica. Se viaja porque, al fin y al cabo, hay algo que murmura en contra de la quietud, cierto malestar de la instalación como diría Derrida. Sea porque a veces la ciudad nos sofoca, se nos antoja violenta, árida o familiar hasta el hartazgo. Desértica aunque esté cada vez más poblada, u hostil justamente por este exceso de población en estado de misantropía terminal. Viajar implica desencontrarse, implica, como modernos y pacíficos hunos, estar siempre llegando y siempre partiendo de los territorios a conquistar. En el mejor de los casos, el viaje actúa sobre nuestros cuerpos provocando el agradable malestar de la extrañeza y la posibilidad de la recepción de la diferencia; en el peor, apenas nos convierte en turistas. Viajar es uno de los grandes temas de nuestro tiempo: nos movemos para estar asentados en cierta creativa transitoriedad, para seguirle las huellas a una época que hizo de la velocidad y el movimiento sus principales características.