jueves, 14 de noviembre de 2013

FRONTERAS / DE ALGECIRAS A TÁNGER

De Algeciras a Tánger


La claustrofobia me lanza afuera, a la cubierta del ferry: una masa de agua rodea la embarcación en oleadas gigantes, enfrente, atrás, a los costados, y se extiende en el horizonte horadando el cielo encapotado. El movimiento pendular no me deja avanzar, me aferro a lo que encuentro y me quedo allí, como el botín de dos tempestades. Y eso que hoy no está tan movido, ¿eh?, me dice un marinero que atraviesa la cubierta como si estuviera en el living de su casa, recoge unas sogas y suspira, el mar, dice, me mira y se ríe. La visión del Gibraltar enfurecido abisma al cuerpo y al alma en una ensoñación que adquiere las formas de una entrega: la impotente certidumbre de que allí, el destino, el azar y la fatalidad están jugando a las cartas.


El color del lugar

De dónde es Ud., me pregunta el vendedor de la tienda de artesanías. Vengo de España, le digo. No, me dice, de más atrás. Habla en un castellano difícil, como casi todos en Tánger. De Argentina, aclaro. Niega con la cabeza, busca las palabras exactas, no las encuentra. No, de más atrás, insiste. Me empiezo a desconcertar, ¿cómo puede alguien en África distinguir el matiz, eso de que no soy argentina sino paraguaya? Le aclaro, sigue negando con la cabeza. El se impacienta cordialmente, yo me impaciento disimuladamente. Tu historia, me dice, contento de haber encontrado por fin esa palabra. Pienso, mi historia, bien, le hablo de mis abuelos. Alemanes, españoles, sirios… allí sonríe, ancha, fresca, la sonrisa de oreja a oreja, ya me lo imaginaba, dice y no quiere saber nada más de mis otros ancestros, Ud. tiene el color del lugar, concluye.
El color del lugar, sin embargo, y sobre todo mi nombre, que tal vez equivalía a las anas y claras del habla hispana, me detuvieron en la frontera el día anterior durante más de una hora. Los hombres estudiaban el pasaporte, hacían llamadas telefónicas, hablaban entre sí, no me miraban. Era la última pasajera, la que no podía franquear el acceso al continente africano vaya a saber por qué, sentada sola en el ferry, ese que había sorteado el Gibraltar y ahora estaba varado frente a Tánger a punto de iniciar el retorno a Algeciras. Cuando el barco encendió el motor, me llevaron a una oficina en tierra firme, que por suerte tenía ventanas. Allí, con el rostro apoyado en la palma, el codo en la mesa y una expresión de aburrimiento mortal, recordaba el breve diálogo que había mantenido un mes atrás con un oficial del consulado. ¿Para qué quieres ir a Marruecos?, me preguntó con amabilidad mientras me extendía el pasaporte con la visa sellada, como dejando en claro que solo se trataba de una mera curiosidad. Pero ahora estaba allí, con la comunicación interrumpida en todos los frentes, ni palabras ni gestos ni miradas, se había terminado el mundo occidental y yo estaba literalmente atrapada en sus bordes.