domingo, 22 de enero de 2017

ÚLTIMA FILA / RICARDO PIGLIA EN FILOSOFÍA Y LETRAS

Última fila
Ricardo Piglia en la Facultad de Filosofía y Letras durante la década del 90

Ni un panegírico, ni un recuerdo lacrimógeno frente a la ausencia irreparable; tampoco, anécdotas inolvidables de los años de estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras; ni un análisis crítico de su obra. Será, o seré, algo así como una intermediación entre la figura de Ricardo Piglia como profesor y lo que creí percibir de sus seminarios dictados en Puán. Y que más adelante, casi diez años después, influirían de manera muy tangencial en mis propios libros sobre Borges y Roberto Arlt. Entonces, las vecindades de una escritura. 
Piglia no era Viñas, aunque ambos merodearan territorios parecidos más o menos por la misma época. Viñas hablaba y la palabra se encarnaba en el verbo, rastreando líneas de fuga hacia parentescos y linajes, así de la literatura argentina y su relación con la política, como del mismo lenguaje que se emancipaba de su carácter utilitario, liberándolo siempre hacia derivas insospechadas: Viñas contragolpeaba la lengua hasta hacerle confesar su funcionalidad al poder, no solo político y comunicacional sino, y principalmente, aquel que trazaba los límites de lo pensable a fuerza de cánones y dogmas. En sus clases, nos hacía respirar la atmósfera no de las orillas de Borges o de la ciudad maldita de Arlt sino de la impronta de su mirada sobre ellas a través una artificiosidad que lindaba con la puesta en escena. Viñas era Viñas antes que cualquiera de sus programas académicos. Ricardo Piglia, en cambio, se fusionaba con el objeto de su deseo. Había adoptado el método, la mirada, el engarce, la ubicación y la distancia del escritor enseñado (porque Borges era eso, enseñado y enseñable) y a la vez, exhibía cierto regodeo en esta mímesis, como si un hombre, al fin el hombre, hubiera logrado la imposible tarea de entrar al universo mental del autor que sería celebración pero a la vez maldición de la literatura argentina. (Recordemos: Piglia contribuyó, por pasión al principio, por encasillamiento después, al homenaje y el monolito, a la cita, la masificación y a la no lectura de Borges). Entonces, no me interesaban tanto sus ficciones o sus ensayos como sus seminarios. Él tampoco los incluía en la extensísima bibliografía de cátedra que nos dejaba, fotocopias rigurosas, en el CEFYL. Piglia, como Borges, pensaba y producía textos “traducibles”, aptos para el consumo fuera del territorio tanto geográfico como lingüístico. El objeto “Borges” de Piglia constituía entonces el motivo de aquellas jornadas que funcionaban como ensayos pero que tenían la estructura de la ficción. Y ya sabemos, Piglia no se cansó de validar este principio borgiano: la perfección en la construcción de la ficción constituía la medida de valor de la misma. De allí, la elección del género policial como máxima perfección formal. De allí también el género policial como estrategia de lectura y campo de debate de viejos temas dentro de la literatura argentina. Ni siquiera en aquellas disquisiciones que a veces podían resultar caprichosas había posibilidad de objeción: eran aplicables al objeto de su estudio no en relación a criterios de certeza o falsedad sino en modos que no respondían a causalidad o verosimilitud alguna sino a una razón lógica que se tensaba hasta rozar lo fantástico (herencia, por otro lado, de Poe, admirado por los dos). Piglia nunca tomó distancia, no se constituyó en un autor que independizándose de sus fuentes creara una versión propia de las mismas: no inventó un Carriego. Y esto lo pudo hacer por dos motivos: no fue formado en la Academia de Letras (era historiador) y los estudios sobre Borges hasta ese momento eran o académicos y previsibles, como podría ser el Borges de Sarlo, que seguía rigurosa y tediosamente los tópicos del escritor con las reglas del cánon. O los polémicos-sensuales de Viñas, que gambeteaba precisamente al cánon para irrumpir desde relaciones inesperadas. En algún punto, como alumna de entonces, y confieso que no era la única que tenía esa sensación, Piglia dictaba esos seminarios desde un sitio, si se quiere, anti académico (pese a sus denodados esfuerzos por considerarse como tal). Más como lector que fue deglutido por el personaje que como profesor que mantenía la distancia exigida. Su ubicación en la escena cultural argentina, por otro lado, actuaba tanto a favor como en contra: como Roberto Arlt, mantenía excelentes relaciones con el mercado editorial, fuente de masividad y popularidad, y a la vez, como Borges, dictaba clases y seminarios en la UBA y en diversas universidades de EEUU, donde entonces vivía la mitad del año. Prueba de esta doble posición fueron aquellos asistentes no-alumnos (tal vez las primeras diez filas de la enorme aula 108 donde dictaba sus seminarios), que venían a escucharlo como quien asiste a un espectáculo de su rockero preferido. Incluso, más de una vez, y con evidente desgano, tuvo que firmar y dedicar el último éxito de taquilla recién editado. Algo sencillamente impensado para ese monstruo que constituye el alumnado de Puán, siempre reacio a la masividad, a las traducciones populares, o “rebajadas”, de un saber que debía permanecer fiel a sus “inexplicables” procesos de creación. La única justificación posible, para mí, que cursaba en ambas carreras, es que Letras nunca fue Filosofía; la primera hacía concesiones; la segunda era implacable. Piglia, como Borges, fue deglutido después, casi como destino inexorable, por un populismo de izquierda que necesitaba, de forma vital, ídolos, héroes y autores que fortificaran un nacionalismo “para todos”. Ricardo Piglia, como J. L. Borges, fue citado hasta el cansancio. ¿Habrá sido 'realmente' leído?

viernes, 6 de enero de 2017

ALFONSINA, LA CIUDAD Y EL MAR

Voy a dormir

1.
En su juventud, mi abuelo frecuentó con fervor casi religioso la intensa vida nocturna de los años 20 en Buenos Aires. Sin embargo, nunca incursionó como creador en los territorios del arte o de la literatura. Era más bien un perseguidor de atmósferas libertinas, mezcla de bon vivant y bohemio, que detestaba el trabajo con la misma pasión que amaba el ocio, las fiestas y el juego (actitud en la que persistió bien entrado en la madurez). Él, como Roberto Arlt, esperaba el suceso extraordinario que lo libraría de horarios y esclavitudes laborales para así dedicar sus días, y sobre todo sus noches, a aquellos objetos de interés. Se embarcó, como el escritor, en diferentes proyectos, algunos descabellados, otros sorpresivamente redituables. Solía contarme, una y otra vez, anécdotas de la época dorada. Más que las letras o el periodismo, rondaba las luces del teatro. Pero fue en las tertulias literarias donde conoció a Alfonsina Storni. Sus recuerdos eran vagos y a la vez, puntuales, una mirada melancólica, cierta forma de vestir, esos detalles.



2.
Retorné a Mar del Plata luego de casi diez años de ausencia; la conocí en los primeros 80, cuando todavía quedaban rumores del esplendor de décadas pasadas. La ciudad, producto de la imaginación utópica de un patriciado sin linaje, se había instalado a lo largo del tiempo en el mito hedonista que conjugaba el placer y la sensualidad de cuerpos eternamente dorados con el mandato de la felicidad. Primero fue guarida de una clase en retirada; más tarde, espejo retrovisor de los vaivenes de un país que mientras conjuraba el tiempo y el espacio improductivos -ese vagabundeo aristocrático que ya empezaba a extrañar Borges en sus primeros libros de poemas-, organizaba el ocio y el tiempo libre de sus clases productivas más en función a sucesivos desmanejos y proyectos estrellados que a una planificación inteligente de sus recursos y posibilidades existenciales.  


3.
Mar del Plata no escapa a la actual planificación urbana global: mientras fuga la riqueza hacia zonas periféricas, deja en ese sitio tan significativo para la geometría y los sistemas de control a los trabajadores agremiados, precarizados y empobrecidos, que poco tienen que ver con la afluencia masiva de las décadas del 40 y 50. Peatonales como territorio de disputas, edificios degradados, paupérrimos espectáculos callejeros y otras formas de desamparo saturan la atmósfera central mientras que en la modernísima Güemes y alrededores los nombres y marcas se extranjerizan, la piel se blanquea y los tonos se tornan sutiles, regidos ahora por leyes transversales que generan zonas idénticas, trasplantadas y aplicadas como recetas, en todas las grandes metrópolis del mundo. El veraneo en Mar del Plata se quedó, ya desde hace un tiempo, sin relato propio. El nombre dejó de ser una marca (concepto tan caro para los gerenciadores urbanos), para requerir de coordenadas geográficas adicionales que actúen como contraseña y salvoconducto. Varese y las playas del Golf o la Bristol y la Popular: el mar tira los dados y decide la suerte de sus adoradores. Al fin de cuentas, en el azar se fundó la ciudad con su imponente casino, y es el azar, a decir de Martínez Estrada, el que organizó también los primeros tiempos de la nación. El azar y sus retornos.



4.
Que Alfonsina eligiera Mar del Plata como último destino y el mar como sepultura destroza, secretamente, el mito original y simboliza a la vez el catastrófico final de una época. La que por propio mecanismo fue eliminando a aquellos seres improductivos y malditos que aún persistían como residuos desechables. Entre ellos, los poetas líricos. Pero a la vez, la que se ensañaba también con los espacios y los tiempos que, frente a aquel mecanismo, iban quedando obsoletos o se tornaban poco redituables. Mar del Plata en la década del 30 se asentaba en ese cruce, entre los que todavía tenían tiempo para el ocio y las tareas del intelecto no remunerativas, con sus grandes villas veraniegas que irían transformándose, una a una, en las décadas siguientes (Victoria Ocampo y las reuniones de Sur en su bellísima mansión desmontable, de hierro y madera, traída de Inglaterra)  y el acecho de las nuevas clases que vendrían a invadirla organizadamente a través de sus estructuras laborales. Y que por supuesto, ya no podían leer poesía lírica. Y con el correr del tiempo, ni siquiera buena literatura. Baudelaire lo sufrió con la moderna París de Haussmann. De allí nació Las flores del mal, una refundación mítica de la ciudad a través de aquello que inexorablemente lo iba dejando de lado. En el último poema de Alfonsina, Voy a dormir, se entabla un diálogo con el (ya) único interlocutor posible, el mar eterno. En ambos casos, el cuerpo como ofrenda y sacrificio.



5.
Todas las mañanas y todas las tardes una paloma picotea la ventana del cuarto de hotel donde me hospedo. A veces, espía mi escritura y espera en el alfeizar, como si tuviera la certeza de que en algún momento la dejaré entrar. Otras, la domina la impaciencia y al tercer o cuarto golpeteo emprende vuelo. Para el relato conviene que sea la misma, pero no hay seguridad de ello. Todas las mañanas también, una procesión baja a las playas en un ritual que solo se suspende por mal tiempo. No hay dudas de que Alfonsina viajó por última vez a Mar del Plata en busca de esa comunión. Tampoco tengo dudas de que su compañero de tertulias, mi abuelo, aspiraba a la supremacía del instante por sobre cualquier mañana, un adverbio de tiempo que jamás le llamó la atención. En el cabaret, en el teatro itinerante, en las mesas de juego, en los cafetines devenidos redacciones de periódicos y revistas o en aquellos encuentros donde la lengua poética ejercía su reinado, había tal vez más posibilidades de comunidad que en ese afuera hostil que exigía y acorralaba, que excluía y eliminaba, que condenaba a soledades malditas y mortales. Mar del Plata quiso ser reducto y guarida pero fracasó en su intento: quedó devorada por la especulación y la desidia, como aniquilada quedó aquella generación, constructora y perseguidora de atmósferas salvadoras. Y claro, como Alfonsina en este mar eterno que precisamente hoy, cuando concluyo estas reflexiones, se agita en preciosas olas contra un cielo rabiosamente azul.


Texto y fotos: Zenda Liendivit (Mar del Plata / Enero 2017)