sábado, 23 de diciembre de 2017

CRÓNICAS URBANAS / MIEDO, EROTISMO Y RETORNO

Miedo, erotismo y retorno 

















34° de calor. El centro arde, la gente ansiosa, el tráfico imposible, así miércoles y jueves. Voy de un lado a otro, me quedo atrapada en un embotellamiento, el 37 no avanza. Tomo el subte. Hora pico. Rostros agobiados, abatidos: los celulares apenas cuelgan de algún brazo desganado o directamente están guardados. Pienso: si toda esta gente hubiera estado el lunes en el Congreso, no solo no se realizaba la sesión. Lo hubiera tomado, aunque más no sea por el aire acondicionado. Y no habría balas de goma ni hidrantes que la hubiera detenido. Pienso, sin embargo, que más que furia, veo ansiedad. No creo en balances de fin de año, ¿quién rayos hace balances? No conozco a nadie haciendo listas de pros y contras. Tampoco en el estrés de las fiestas ni en la locura de los regalos: eso se hace a última hora, en algún shopping, y por lo general, sin importar el destinatario. Sigo pensando, ni furia ni balances ni aguinaldos que no alcanzan. Es miedo. No porque nos estemos volviendo un año más viejos y viejas: esa es la tarea de los cumpleaños. Finalizar un año es otra cosa: es miedo. Ancestral. Algo se termina, un ciclo, ¿retornará al día siguiente? Pienso en el rapto de Perséfone y la maldición de la madre: mientras la chica estuviera en el infierno, habría invierno y nada de agricultura; el tiempo que estuviera en la tierra, primavera y verano. La humanidad, entonces, siempre pendiente de un hilo y con posibilidades ciertas de morir de hambre, así un año tras otro: ya sabemos, los dioses son caprichosos. Pienso en los rituales incas, en la dura tarea de los sacerdotes de amarrar al Sol en el Intiwatana para que no se fuera. O por lo menos, para que volviera después de los crudos inviernos del Altiplano. La humanidad pendiente de un hilo. Miedo ancestral, eso es lo que siente el moderno frente a este fin. Tal vez por ello, como garantía, repite los tediosos rituales festivos, las vacaciones del año anterior, y del anterior, y del anterior. O se embarca en aventuras para no repetir. Y garantizar que nada acabará mientras esta dure. Después, el acostumbramiento: el sol volvió, igual que Perséfone. No hay que sacrificar sacerdotes y la tierra volverá a dar frutos. Miedo. Eso pensaba en el interminable viaje en subte de vuelta a casa. Miro distraída a mis ocasionales compañeros de agobio. Todos abatidos, con miedo según mi teoría. De golpe su mirada se encuentra con la mía. Y al hombre no se le ocurre nada mejor que hacer un gesto lascivo con la boca mientras me recorre de punta a punta. Pero no soy macrista: no me eleva la autoestima. Tampoco feminista: no me colgaré un cartel diciendo “tu opinión sobre mi cuerpo no me interesa”. Estoy a punto de preguntarle con la mirada. “¿Cierto? ¿Estás pensando en eso con este calor espantoso?” Pero la desvío y remato mentalmente la reflexión anterior: se termina un tiempo, no sabemos si retornará (retornaremos) el año próximo. El erotismo es también una forma de conjurar ese miedo. Erotismo y muerte están estrechamente relacionados, recuerdo a Bataille. Y a Martínez Estrada y las pervivencias de lo originario en las ciudades modernas. Lo absuelvo al lascivo y bajo en la estación de mi casa. Pensando en el año que se va, en el temor, en el deseo, y en la muerte. Y ojalá, en el retorno.

domingo, 17 de diciembre de 2017

TV / ROOM 104

Room 104: El dilema

El muchacho se está preparando; en cuestión de minutos irá a la convención política de los candidatos a la presidencia de los EEUU. Bien arreglado, de traje, con la credencial correspondiente y un artefacto explosivo en el portafolio de cuero. Hará volar el sistema, literalmente. De golpe, irrumpe el técnico del aire acondicionado, que funciona mal en el cuarto 104. Empieza a arreglarlo y a darle charla. El muchacho, obviamente, nervioso. El otro sigue. La TV prendida en las noticias de la convención. Se da cuenta de que el joven está invitado porque ve la credencial sobre la cama. En algún momento, este le pregunta si, en el caso de que existiera una máquina del tiempo, iría a Alemania del 30 y le pegaría un balazo a Hitler. El técnico piensa, duda, y responde que sí, que lo haría. Sigue la charla. Entonces el hombre vuelve sobre sus pasos. Se retracta, le dice que no, que no iría a matar a Hitler. El joven se impacienta: le recuerda el Holocausto, los millones de masacrados, lo que le ahorraría a la humanidad un acto de esa naturaleza. El técnico duda, le contesta que seguramente habría otro que ocuparía el lugar de Hitler, que eran tiempos de odio, que habría que estar allí, que hubo muchos, muchísimos que lo sabían y que lo apoyaban. Que no era solo Hitler, que había una sociedad detrás.  Room 104 es esto: cada capítulo, de la serie de 12, nos deja un poco tambaleantes, nada que no supiéramos, todo es cuestión de formas. De una estética y un guión que desnaturalizan lo conocido y lo reubican en un sitio inesperado. Televisión Arte y de la mejor.

jueves, 7 de diciembre de 2017

LIBRO EN CONSTRUCCIÓN



La arquitectura desligada de la ciudad, que es la arquitectura urbana, es una aberración, un muestrario, una demostración de poder más allá de cualquier criterio de excelencia. O un solipsismo. Durante mis viajes de estudio a través de ciudades mundiales, me acerqué a esta arquitectura contemporánea. Amor y espanto, claro está. De todo esto, del diseño, del arte, de la arquitectura, de la ciudad, de sus relaciones con otros saberes, de las utopías, trata mi próximo libro, en donde también habrá, claro está, propuestas. Aquí, una de las tantas travesías a través de estas "locuras" actuales:


lunes, 4 de diciembre de 2017

AUTOBIOGRÁFICAS / ANA

Ana




No es exagerado decir que mi abuela Ana, la mamá de mi mamá, me salvó la vida. En lo material, porque me amparó en el exilio después de varias catástrofes tempranas. Fue de ella la decisión de ir a buscarme a Asunción y traerme a Buenos Aires, de ella y de nadie más. Pero sobre todo, intentó paliar esas heridas incrustadas desde tiempo inmemorial; domesticar a ese monstruo, que yacía y mostraba sus garras de tanto en tanto. No me perdió de vista en ningún momento. Allí estaba, luminosa, en silencio y discreta, así se movía. Percibía tristezas y soledades, entonces buscaba ese lugar, esa pileta de verano, ese círculo, ese instante donde yo, recién llegada, viviría aventuras y amistades nuevas. Nunca supe cómo se enteró de las heladas noches en los talleres de la Facultad de Arquitectura: cada invierno, entonces, me tejía pulloveres, bufandas y unas avanzadas calzas de lana. Discretamente también investigaba sobre matrículas, boletos, entradas, conciertos, y después, libros, y así, como si nada, y con esos modos un poco imperativos de alemana de dulces pero decididos ojos verdes, apretaba fuerte mis manos, dejando en claro que cualquier rechazo sería una ofensa. Nunca te cases, me repetía una y otra vez, salí con quien quieras, con los que quieras, viví aventuras, pero nunca te cases. Le hice caso en todo. Y mientras algunos, pero sobre todo algunas, se horrorizaban de mi vida de veinteañera libertina, con la hipocresía recalcitrante de esa burguesía que hace por lo bajo lo que condena en voz alta, a mi abuela Anita le brillaban los ojos de felicidad. Ella, como en la infancia y adolescencia mi mamá, fue la artífice de que yo, sobreviviente de un pasado violento, llegara a ser. Y los que cuenten otra historia, la historia entre mi abuela y yo, los que pretendan cosechar frutos que jamás sembraron, los que intenten dejar como personaje secundario a la protagonista principal de esta gesta, estarán cometiendo imperdonable perjurio. Tendrán entonces mi maldición eterna.

domingo, 3 de diciembre de 2017

BIOGRÁFICOS / EN BLANCO Y NEGRO

En blanco y negro

La televisión encendida en la sala de espera vacía. Ocupo la última fila de una de esas tiras de asientos que siempre terminan organizadas en cualquier forma. Faltan treinta minutos para la hora de visita. Las imágenes en blanco y negro desfilan para nadie, películas del, literalmente, año del moño. Una rubísima Susu Pecoraro presenta los fragmentos; un hombre la acompaña, ni idea de quién podría ser pero, obviamente, un crítico de cine. Entonces entra él. Rara mezcla, pienso: el rostro arrasado por el tiempo pero el cuerpo no. Alto, ligeramente encorvado, flaco, con la infaltable gorra, se dirige hacia el aparato, lo observa, mira la sala y elige ubicarse en mi misma tira pero en el extremo opuesto. Al rato me pregunta si yo puedo escuchar lo que dicen. Le digo que cuando las enfermeras, que están en la oficina de enfrente, están calladas, sí. Le comento que están hablando de Mario Soffici, de Mugica. Sonríe. Sí, ya sé, me dice. Y allí nomás, mientras las imágenes pasan y yo le leo los títulos (La guerra la gano yo con Pepe Arias), él hace algún comentario. Suspira. Odio la grieta actual, agrega con un odio agregado en los ojos, arrasó con todo, el arte, el cine, sigue. Me habla de Sono Film, de sus días como extra, de Evita y de Libertad Lamarque; que siempre vivió en Martínez, que durante el verano, su mamá sacaba una colchoneta y todos dormían en el patio, bajo las estrellas. ¿Quién pensaba entonces en la posibilidad de intrusos? Habla pausado. Me cuenta que viene dos veces al día a ayudar a su mujer, que ayer cumplió 86 años. Yo tengo 92, me dice. No los parece, exclamo sinceramente sorprendida. A esa altura, el rostro arrugado había desaparecido, tenía ante mí a un hombre lúcido al que hubiera escuchado un buen rato más, una mezcla de seductor y un poco filósofo. Sonríe avergonzado. Agradece. Me cuenta que se casó en el 59, que de luna de miel salieron un domingo a las 3 de la tarde y llegaron, en camarote, claro está, el martes a la misma hora. Pero, ¡qué nos importaba! ¡Éramos tan felices!. Nuestro vagón era el último, yo sacaba la cabeza por la ventanilla, el viento me pegaba en el rostro mientras veía el tren retorcerse, un gusano de acero que me maravillaba. Estuvieron en Salta, Jujuy y Catamarca. Dieron las 6 de la tarde, me incorporo, lo miro y le digo un lugar común que jamás suelo decir: me encantó hablar con Ud. El inclina la cabeza, agradece, lo mismo digo. Me desea suerte con mi familiar internado. Yo hago lo mismo con su esposa. Pasó ayer, en una sala de hospital, un sitio repleto de seres en exclusivo tiempo presente.