martes, 13 de marzo de 2018

NOTAS DE AFUERA (2) / NUNCA VOLVEREMOS A SER JOVENES

Nunca volveremos a
ser jóvenes

Los jóvenes son graves; viven esencialmente el futuro. No habrá “franja etaria” más consciente de la transitoriedad del tiempo que el joven. Como un reloj de arena, ven discurrir su juventud casi en tiempo pasado. La angustia de lo efímero se conjuga con la sensación de eternidad, que también acecha, ambas tironean, ambas saben el final del juego. Los jóvenes se sienten viejos por haber sido expulsados del periodo de gracia de la adolescencia (allí empiezan también ellos con el proceso de mitificación del pasado) 
y acorralados por la madurez que les espera a la vuelta de la esquina. Odian, con justa razón, el embelesamiento de los adultos por la piel tersa, el pelo brilloso, los músculos firmes, el asedio por una improbable ósmosis y la copia: odian lo que saben que van a perder en segundos. Ese mismo endiosamiento los aterra aún más: en esos idólatras nos convertiremos muy pronto. Para un joven no debe haber mayor hecatombe que pensar en llegar a la adultez (de lo que está salvado el niño a través de su espíritu lúdico). De centro a periferia nostalgiosa, cuando no, patética. Cuerpos en decadencia y discursos, lenguajes y ropajes que tratan de emularlos, o por lo menos, ofrecer una versión que de ellos se hicieron a lo largo del tiempo y la desmemoria; y el espanto crece. Adultos que viven el instante, no por juventud sino por la certeza de un final que ya empieza a sonreírles; no hay que demostrar ni conseguir nada más: la irrelevancia los absuelve de dar explicaciones. Son seres que de jóvenes fueron graves y que se jovializaron con el tiempo. Se olvidan, por motivos de supervivencia, de lo esencial: la innata apertura a lo nuevo, el escaso bagaje que todavía no empuja hacia abajo y la expectación y la escucha del verdadero joven hacia lo otro son irrecuperables con el paso del tiempo.  Tal vez los artistas sean los únicos que gocen, sin proponérselo, del privilegio de  la eterna juventud. O más aún, de la infancia eterna. Pero solo los verdaderos. Por ello, la caricatura nunca compite ni se confunde con la realidad. Es apenas una reinterpretación de aquellos detalles salientes y significativos de lo que, economía comunicacional mediante, está instalado en el imaginario sobre el objeto de estudio. Por eso, el rechazo y el asco. O la risa. Nunca se vuelve a ser joven. Todo lo demás es apenas una estrategia de autoconvencimiento sin fisuras que cuenta con un único convencido: el adulto, que ya solo se escucha a sí mismo. Y, claro está, con una generosa farmacopea que, como el canto de las sirenas de Ulises, promete la gloria sensual, el reverdecer de la potencia extinguida: pocos se tapan los oídos o se atan a mástiles para no sucumbir a ella. Habría que ser un héroe. Y, ya sabemos, la época moderna, esa vieja jovial,  los ha desterrado hace tiempo.

La foto que ilustra esta nota es de Nahuel Track, de Agencia Sinestesia