sábado, 17 de marzo de 2018

NOTAS DE AFUERA (3) / AMOR DESCARTABLE

Amor descartable

Un cuerpo. Apenas lo distingo. Solo el brillo del pelo que se desparrama sobre la almohada. La luz de la calle, que entra por las discretas rendijas de la habitación de hotel, muere justo allí, en la cabellera de color indefinido y de identidad desconocida. Anoche, en ese adverbio de tiempo que se me antojaba remoto habría alguna pista de ese hombre que duerme a mi lado. Ni siquiera recuerdo la pasión que tuvo que haber acontecido en aquel cuarto anónimo, refugio obligado de los jóvenes de entonces que vivíamos todavía en casas familiares. Cuarto anónimo, hombre desconocido, intimidad que había muerto también entre las sábanas, cierto terror difuso. Hundo la cabeza en la almohada. Cierro los ojos. 

La vida discurría entre facultad, militancia y cuartos de hoteles al paso. Esto último hegemonizaba el tiempo, como una montaña rusa que se había salido de sus rieles y nos mantenía siempre al borde del abismo, suspendidos y a la espera. Esa noche, sin embargo, fue el principio del fin. De una era. Los ochenta agonizaban prematuramente y todavía no sabíamos que cada vez que un gobierno cayera antes de tiempo lo haría con ruido, balas y muertos. La Tablada y los saqueos estaban a la vuelta de la esquina. Y unos pasos atrás, el nefasto “felices pascuas”. La sexualidad revolucionaria  también estaba llegando a su fin. Empezaba a aburrirnos, pasaban los cuerpos desconocidos y conocidos por camas anónimas, las reuniones predecibles en casas ajenas, las madrugadas interminables vagando por una Buenos Aires cada vez más hostil, la incertidumbre por un futuro que siempre se nos antojaba un poco más negro. Yo añoraba, ya entonces, los primeros años pos dictadura. El instante sagrado del renacimiento. El inicio del torbellino, del agite, de esas primeras veces irrepetibles, del amor redentor y de la lucha con final feliz. También entonces estábamos desesperados. Vivíamos desesperados, deambulábamos desesperados, pero creíamos.  Sin saberlo, habitábamos un afuera que nos devolvía el espejismo del centro. Éramos una raza en extinción: tal vez, la última generación de jóvenes creyentes. “Mamá, ella nunca se va a casar, es anarquista”, le decía entonces un compañero de estudios a su madre cuando yo iba a su casa a estudiar. La mujer, modista de alta costura, solía hacerme modelar sus trajes de novia a modo de prueba. "Qué bella estás, imaginate cuando sea el tuyo", me decía contemplando su preciosa obra sobre mi cuerpo. Los otros reían e insistían en algo que cumplí a rajatabla. "Pero como que no, cuando se enamore hablamos", insistía la mujer. Mi reflejo en el espejo y el terror que me recorría la espalda, como un film de clase B, certificaban que no, que no seríamos ni esas mujeres ni esos hombres que prohibían el sexo en las casas familiares o que soñaban con el blanco y la descendencia. Nunca seríamos normales.

La luz de la mañana entra a raudales. El turno termina a las diez. Vamos a desayunar a un bar de Chacarita. Una saludable nube de indiferencia empieza a levantarse entre los dos. O ya fluía de antes. Me deprime el momento, me alegra saber que no lo volveré a ver. Intuyo que a él le pasa lo mismo. Nada personal. Solo hartazgo prematuro.  Mucho tiempo después leí que Flaubert pensaba que despertar con un cuerpo desconocido a nuestro lado era una experiencia imprescindible para comprender la modernidad. La estaba comprendiendo entonces a costa de sangre y deseos. No tengo dudas: después de cerca de diez años convulsivos, estaba harta de ser joven.